Debí haber estado en la primaria cuando, sin percatarme de ello, tuve un encuentro con ‘lo divino’. Recuerdo estar sentada en una azotea, cuestionándome si Dios existía:
¿Estás ahí, eres real? Sí es así, dame una señal
Miré al cielo largo rato. Era cerca del atardecer, por lo que las nubes tenían esa paleta de colores que van del naranja al violeta. A los minutos comenzó a caer una tormenta eléctrica, y por obvias razones tuve que regresar a la habitación, a donde me dirigí preguntándome: “¿será?”. En ese momento no supe explicarlo y, ante la ignorancia, decidí ignorarlo… pero hoy me queda muy claro que fue la manera en que el universo me arrojó de regreso la pelotita que aventé al cielo con mi pregunta, y que no supe cachar entonces.
Mi escuela tenía una marcada tradición religiosa, donde la directora era la Madre Superiora en una comunidad de monjas, rezábamos durante los honores a la bandera y teníamos clases similares a las que se reciben durante el catecismo. Nunca sentí que encajara del todo, ni en el sistema de creencias, ni en el estilo de vida de la comunidad, ni en la forma de ver el mundo. Quizá por eso durante muchos años asocié la espiritualidad con la religión, como probablemente lo hacen muchísimas personas. Es lo que vemos y aprendemos. Hasta que algo pasa, una o varias ventanas se abren y comienzan a mostrarnos nuevas posibilidades de percibir el mundo y lo que nos rodea, nuevas formas de experimentarlo.
Me parece que la espiritualidad es esa relación que tenemos con nosotros mismos y con aquello que es más grande que nosotros, ya sea la naturaleza, el cosmos, una consciencia universal o una figura omnipresente a la que hemos decidido nombrarla de tal o cual forma.
Durante muchos años estuve peleada con esta parte de mí lo suficientemente sensible como para percibir ‘la sacralidad’ por instantes, esa que a final de cuentas está en todo y en todos, pero al no ser capaz de comprenderla o nombrarla la evadí de muchas formas distintas. No la encontraba en la cruz del templo ni en las lecciones religiosas. No la sentía al repetir las oraciones aprendidas o escuchar el sermón en la iglesia. Simplemente, para mí, no estaba ahí, así que decidí alejarme de la religión en la que había sido educada.
Estaba en la universidad la primera vez que sentí que había una profunda conexión entre todos los seres sintientes. Fue a raíz de una experiencia de un estado de consciencia alterado. Fue una sensación tan poderosa que busqué repetirla de muchas maneras, con distintas herramientas, sin tener el mismo éxito que la primera vez. En aquel entonces no entendía que lo único que necesitaba es inhalar, exhalar, estar presente, compartir.
El camino recorrido y mi decisión de convertirme en una mujer medicina, una sanadora, me han llevado a experimentar la espiritualidad y esa conexión que anhelaba de muchas formas distintas, a honrarla y respetarla y, sobre todo, a sentir una profunda gratitud.
Fue una noche en el desierto de Tecate, México cuando vivencié la magia de rendirse ante lo desconocido, lo sagrado y lo divino. Estaba sosteniendo una ceremonia de Bendición de Útero o wombblessing en un retiro de mujeres. No era la primera vez, pero sin duda fue la primera así de intensa y poderosa para mí. Hubo un instante en el que sentí que no podía más, estaba realmente agotada y pensé que en cualquier momento me iba a desmayar. Es difícil de explicar el proceso, pero es mucha la energía con la que se entra en contacto, y como es más grande que nosotros, se requiere de experiencia y rendición para saberla contener.
Algo mágico sucedió esa noche y transformó por completo mi relación con el cosmos, con lo sagrado, con el Origen y el todo.
Me sentí sostenida por una fuerza más grande que me acompañó y guio hasta el final de la ceremonia. Recuerdo que muchos animalitos se acercaron, atraídos seguramente por aquella manifestación amorosa. Con los ojos cerrados podía escuchar el sonido de las hojas secas crujiendo ante el peso de las distintas pisadas de todo lo que se aproximó a presenciar. Recuerdo en particular a uno de los perros del rancho que se acercó a lamerme la cara, y a un pequeño ratoncito que llegó hasta el altar que habíamos dispuesto en el centro. Cuando todo hubo finalizado y las asistentes se fueron a cenar, yo me quedé en el sitio, en ese hueco rodeado de árboles, en un rancho en medio del desierto, y me tumbé en el piso. Las piernas me temblaban, estaba exhausta. Vi todo a mi alrededor y supe que no estaba sola, y que no eran sólo los animales del rancho y el desierto los que me hacían compañía. Me quedé unos minutos agradeciendo, estaba profundamente conmovida.
No me considero una persona religiosa pero sí espiritual. Creo en una existencia superior a nosotros que, al mismo tiempo, es y forma parte de todos nosotros; una consciencia colectiva que parte de un Origen del que venimos y al que volvemos, una sacralidad que podemos encontrar en cada objeto y ser a nuestro alrededor, si prestamos la suficiente atención.
El año pasado venía caminando a casa y pasé por un templo católico. Una vocecita en mi interior me pidió que entrara, y como la experiencia me ha dicho que no hay que ignorar esa voz hice una mueca de descontento, y venciendo mi resistencia entré al templo y me senté en la última banca. Se estaba celebrando una misa. Me quedé unos minutos en silencio. Cerré los ojos y conversé con el Gran Espíritu como a mí me gusta hacerlo, como he aprendido en el camino.
Sí, también está aquí, pensé
Está en mí y en todos, y allá afuera, y en templos de otras religiones, y en la jardinera frente a la casa, y en el bosque del otro lado del mundo. Me salí antes de que finalizara la misa, contenta y satisfecha.
Creo que cada quien encuentra su propia manera de vivir y experimentar la espiritualidad. Hay quienes la encuentran en los templos, algunos en distintos maestros o filosofías, también en imágenes y figuras, otros en distintas prácticas. Algunos viajan miles de kilómetros para encontrarla, otros se topan con ella en sus propios cuerpos. Sea como sea, doy gracias por mi espiritualidad, esa que me acerca al yo que reside en mi interior, el ser que soy sin importar el mundo material al que esté apegada.
Pienso que El Origen tiene muchas formas. Eres tú, soy yo, somos todos nosotros, y efectivamente también tiene forma de tormenta eléctrica. Ahora sí te caché, pelotita.
Con amor, Mónica Elena Cárdenas Mejía (La Moccata), mujer medicina