Cuando era niña disfrutaba los juegos de mesa. Recuerdo en particular el de “Serpientes y escaleras”, las “Damas chinas”, “Adivina quién” y otros tantos con los que me divertía por horas. Si mi vida fuera un tablero de estos juegos, ¿cómo sería? Sin duda, tendría forma de un mapa, como si se tratara de una búsqueda de un tesoro escondido con distintas piezas, dados de más de 7 caras y escenarios diversos. En este mapa de mi vida donde cada turno traería nuevas experiencias cada objeto del tablero tendría un particular significado, una historia y una enseñanza.
Si lo cuelgas así le dolerán las orejas
Tengo pocos objetos que recuerdo con especial cariño de mi infancia, no porque me haya desecho de ellos, sino porque la mayoría han quedado olvidados y dispersos en esos rincones que visito con poca frecuencia: el clóset de los cachivaches, el estudio de la casa de mi abuela, la esquina del librero que se ubica detrás de la cómoda de mi cuarto de adolescente y el hueco de la chimenea donde jamás se encendió un fuego, pero sirvió para guardar las cosas que no cabían en ningún otro lugar. Entre esos objetos, sin embargo, hay uno que destaca porque tiene un espacio junto a los libros que se encuentran frente a mi vieja cama, y ese el famoso Mimouse, nombre que usé por años para referirme a un peluche de Mickey Mouse que fue mi primer juguete y que ya me estaba esperando el día que mis papás salieron conmigo del hospital, envuelta en una chambrita tejida, con los pelos de la cabeza parados y los ojos rasgados. Sorprendentemente el peluche sigue enterito, me parece que alguna vez perdió su nariz pero la recuperó en una maravillosa operación quirúrgica realizada por mi mamá, o quizá mi abuela, ya no lo recuerdo.
En alguna ocasión (debido a que yo solía llevarlo conmigo a todas partes) mi mamá decidió meterlo a la lavadora y colgarlo del tendedero por las orejas; me senté largo rato en la puerta de la cocina lamentándome porque al pobre Mimouse seguro le dolían las orejas por mantenerlo así colgado mientras se secaba al sol. Debió de haber sido una imagen muy graciosa, la vista de mi espalda en el escalón de la puerta, con los cachetes inflados descansando en mis manos, mientras observaba desde mi altura al ratón colgado del hilo del tendedero. Un objeto que sin duda forma parte importante en el tablero de mi vida.